“¿De dónde he venido?
¿De dónde me tomaste?”
Esto preguntó el bebé a la madre.
Ella respondió, un poco llorando, un poco riendo,
y apretando a su hijo contra el pecho:
“Estabas escondido en mi corazón como un deseo, mi cielo.
Estabas en mis juegos infantiles de muñecas;
y luego con arcilla modelé la imagen de mi dios cada mañana,
te hice y te deshice en ese momento.
Estabas en el vientre de nuestra divinidad hogareña,
y al adorarla te adoraba a ti.
En mis esperanzas y amores,
en mi vida, y en la vida de mi madre has vivido tu.
En el cuenco espiritual de nuestro hogar fuiste cuidado por siglos.
Y cuando en mi juventud mi corazón abrió sus pétalos,
lo rondabas como una fragancia.
Tu ternura floreció en mi juvenil escencia,
como un resplandor en el cielo, como un amanecer.
El primogénito querido del cielo, mellizo de la luz de la mañana.
Has flotado por la corriente de la vida del mundo
y finalmente te quedaste en mi corazón.
Contemplo tu rostro y el misterio me invade;
tu que a todos pertences ahora eres mio.
Y por miedo a perderte te abrazo contra mi pecho.
¿Qué magia ha atrapado el tesoro del mundo en estas manos mias?
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